ILÁN SEMO
La semana próxima, al menos así lo anunció Emilio Gamboa Patrón, coordinador de la bancada del Partido Revolucionario Institucional en el Senado, Enrique Peña Nieto enviará su propuesta de reforma energética a la Comisión Permanente del Congreso. También informó que el 15 y 16 de agosto la fracción priísta discutirá iniciativas de cambio al régimen fiscal y financiero actual. No se conoce hasta la fecha la versión definitiva de ninguna de las iniciativas. Pero la coincidencia de los temas no es casual.
El petróleo (aunado al gas) y el fisco (en particular el IVA) representan dos de las principales fuentes de ingresos del Estado mexicano. Lo que se pondrá a discusión será el origen, el carácter y la lógica de esas fuentes.
En la mira está la legalización de la privatización de funciones y atributos claves que hoy se encuentran bajo la jurisdicción (aunque ya no bajo el estricto desempeño) de Pemex. Ha sido –y sigue siendo– la respuesta convencional que se ha dado desde hace más de dos décadas a la pregunta sobre la viabilidad del otrora gigante petrolero. Su lógica achaca a la corrupción, los vaivenes de la administración pública y la burocracia sindical el desamparo en el que se encuentra. Pero unas cuantas cifras, disponibles en cualquier estadística oficial, muestran una realidad bastante distinta: desde 1988, año en que la tecnocracia asciende al poder, y particularmente a partir de la firma del Tratado de Libre Comercio, Pemex no ha funcionado como debía, ni se ha desarrollado como podría por la simple (y compleja) razón de que no ha existido la menor voluntad para que funcione como puede funcionar.
El gran negocio de los hidrocarburos se encuentra en la actualidad no en el petróleo crudo, sino en sus derivados. En particular, la gasolina. Un galón del oro negro cuesta entre 2.50 y 2.90 dólares (en un mercado muy volátil donde los precios pueden variar bruscamente). Un galón de gasolina cuesta entre 3.80 y 4.20 dólares (aquí también los precios varían de lugar en lugar y de estación en estación). Las mayores ganancias se originan en las gasolineras, no en los pozos.
Estados Unidos produce 8.9 por ciento del monto total del petróleo crudo en el mundo. Sin embargo, sus empresas, ya sea las que están localizadas en territorio estadunidense o las que se encuentran en el cercano oriente, generan más de 45 por ciento de la gasolina que se consume en el planeta.
En México, el desarrollo de las refinerías (que producen la gasolina) se detuvo en los años 80. Pemex sigue contando con las mismas seis refinerías de siempre. La de Azcapotzalco, que se cerró por motivos ecológicos durante el periodo de Carlos Salinas de Gortari, nunca fue reabierta. Y el país debe importar más de 60 por ciento del diésel y los combustibles que alimentan a sus coches.
La pregunta es: ¿por qué en los pasados 20 años no se ha desarrollado y ampliado el sistema de refinerías, si es que en ellas se produce el material que aporta los mayores ingresos a la industria? Pemex podría no sólo abastecer al país, sino ser uno de los principales exportadores de aceites y gasolinas. En cambio, la derrama de egresos por importarlo es brutal.
La explicación no es sencilla, cierto. Pero no hay duda de que el bloque político que ha gobernado al país desde los años 90 cedió al mercado mundial lo que podría estar en manos de Pemex y, de alguna manera, de la ciudadanía mexicana.
En 2007, después de las movilizaciones sociales contra la privatización del sector energético, el Congreso acordó construir una nueva refinería. Seis años después sigue en calidad de proyecto. Lo que sí ha avanzado, es la privatización de múltiples labores para el desarrollo de la industria.
No hay mucho que esperar de esta nueva discusión sobre el destino de la industria de los energéticos. Un poco más (o un mucho más) de lo mismo. Pero visto desde los ingresos del Estado, se trata sin duda de un tiro en el propio pie. Ni hablar en el del ciudadano que va a pie.
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