Palabra de Antígona
Una palabra tras otra
Por Sara Lovera
Se acabaron las palabras. Gregorio Jiménez de la Cruz, veracruzano, periodista, en un día de febrero, simplemente fue hallado muerto, luego de 72 horas desde que fue secuestrado. Ninguna petición, ningún reclamo, nada fue suficiente. Es el décimo periodista asesinado en Veracruz.
Su secuestro lo conocimos mientras intentábamos, en un Seminario, hablar de cómo prevenir la violencia y qué podrían hacer los medios de comunicación para abonar a este deseo. No. La violencia sigue rebasando al Estado. Se la ve por todas partes, es insoportable y atestigua un modo de vivir en el que se premia el autoritarismo, el machismo y el sometimiento del más fuerte. La violencia abarca todo el espacio de lo que se llama convivencia.
La violencia se yergue entre quienes simplemente informan. No podemos no informar, es la realidad y punto, dirían en ese seminario el subdirector de la Revista Proceso, Salvador Corro y Alejandro Páez Varela, director de contenidos de SinEmbargo. Mientras Arturo Guerrero, columnista del diario El Colombiano, relataba cómo sí podríamos cambiar las palabras, las fotografías, difundir algunos esfuerzos que previenen la violencia. Pero también dijo que es imposible no informar.
Y ahí, también recordamos cómo en Veracruz han segado la vida de algunas periodistas mujeres, porque ahora ellas, nosotras compartimos en todos los medios todos los peligros de la cobertura informativa, a lo largo y ancho del país.
Parece un despropósito que propusiéramos acciones preventivas y lenguajes amables, precisamente, el día en que Goyo fue secuestrado, y es Goyo como quienes lo conocieron le decían cariñosamente un ejemplo de una contradicción dolorosa y perene. Ese día en que fue inopinadamente secuestrado por un grupo de encapuchados. Y es contradicción porque hace mucho tiempo que pensamos que los medios debían analizar a fondo el significado de la violencia contra las mujeres para prevenirla.
Pero. ¿Cómo abonar a una mejor convivencia? Si sólo por informar se mata, se persigue, se hostiga, se detiene, se elimina, se presiona, se amenaza. Esto es, se manda el mensaje de autocensura, poniendo cara a cara el sentido profundo de la profesión: “buscar y decir la verdad” o dicho de otra forma, el periodismo es el sustento de la libertad de expresión, el camino para atestiguar los hechos, esa maravillosa profesión que es contar las cosas y difundirlas.
Es verdad, sabemos, que la multiplicación de las imágenes sangrientas y desastrosas, las de mujeres mutiladas o tremendamente golpeadas, secuestradas y dolientes, pueden naturalizar la violencia. Es verdad, pero no hallamos la correcta frontera entre el mensaje amable y la realidad. La realidad nos sofoca, nos doblega.
Hay algo peor que la realidad que las y los periodistas describimos. Es la convicción de que junto a ella está la impunidad. Y cómo la impunidad es resultado de otra realidad que no puede callarse, se llama corrupción en el llamado aparato de justicia que es incapaz de hallar a quienes desde hace más de 10 años asesinan periodistas, hombres y mujeres, en el territorio nacional.
Crece la lista de muertes y atropellos; parece interminable, socaba día a día nuestra confianza. ¿Cómo hacer que las relaciones sociales, las cotidianas, las de trabajo se vuelvan amables?
Tuve un sueño. No, no lo tuve. Simplemente me acordé. Están ahí, detenidos, un grupo de jóvenes de ambos sexos, en lo que las autoridades llaman bandas de delincuentes/secuestradores. Los veo cotidianamente en la televisión. Y eso, no sueño, recordatorio, son los jóvenes que están viviendo el resultado de un largo proceso de desmantelamiento del sistema educativo nacional; los hijos e hijas de un crimen social: la ideología del sistema.
En México la guerra sucia de los años 70 estuvo acompañada de un adoctrinamiento gigante: el anticomunismo, la pérdida de referentes valóricos, el civismo, el cinismo de la política nacional, el premio sistemático a quienes violan la ley, el fraseo de que en México todo se puede, el tráfico de influencias, la convicción de que a no apresaran a los potentados, las cárceles llenas de pobres, la identificación del mal en quienes piden reparto de la riqueza, malos los que organizan un sindicato independiente, malos los dirigentes campesinos (en 1980 fueron identificados los asesinatos de 500). Malas las mujeres que no obedecen y se oponen a su discriminación.
Y que más. El sistema político nacional, al que el Premio Nobel, Mario Vargas Llosa, le llamó la dictadura perfecta. O sea, esa realidad que reza: quien se mueve se muere. El sistema político donde reina la impunidad y la impericia; el mismo que fomentó el consumo en lugar de la razón y la inteligencia.
¿Quién puede parar el holocausto? Goyo apareció muerto, en una fosa común. ¿Nadie se percató? ¿Quiénes lo llevaron ahí? ¿Sabe algo el procurador de Veracruz? ¿Sirven para algo las medidas de protección a periodistas de una docena de leyes de papel?
La comentocracia se desgarra las vestiduras. Se llena de dudas y justifica los medios. La comentocracia en la pantalla chica nos abruma con sus teorías y sus relatos fuera de la realidad. La realidad sigue acosando a todo acto de inteligencia. ¿Cómo explican estos comentaristas educados en universidades extranjeras o colegios grandilocuentes, la vida violenta en la que transcurrimos días, noches, interminables etapas? Y estos comentaristas llaman democracia a la realidad.
Por qué a Goyo y a decenas de periodistas, a miles de mujeres que forman esa otra lista insoportable del feminicidio, a las más de 15 mil denuncias por violación sexual; a las miles de niñas, mujeres y menores que trafican desde un pueblo identificado en Tlaxcala, nadie hasta ahora ha podido hacerles justicia. ¿Y entonces qué?
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